Tras reflexionar sobre el amor cristiano como don, enlazar, Darío Mollá, nos propone una segunda dimensión del amor cristiano: el servicio.
“En todo amar y servir”: son muchas las veces que San Ignacio une estos dos verbos “amar” y “servir”. Se trata de una endíadis (expresión de un solo concepto mediante dos nombres coordinados), porque para él el servicio es la forma concreta y cotidiana del amor. Un amor que no puede quedarse solo en palabras (aunque también necesite de palabras). Una advertencia muy actual cuando el amor y la solidaridad pueden quedar reducidos muchas veces a una frase en las redes sociales o a un simple “like”.
¿Qué es servir? ¿Cuál es el modelo ignaciano del servicio? Lo expresa preciosamente el segundo punto de la “Contemplación para alcanzar amor” de los Ejercicios al expresar cómo se concreta el amar de Dios: “… en los elementos dando ser, en las plantas vegetando, en los animales sensando, en los hombres dando entender, y así en mí dándome ser, animando, sensando y dándome entender…”. Servir es dar vida, servir es hacer que la otra persona desarrolle todas sus posibilidades, servir es poner mi vida y mis posibilidades para que el otro crezca y viva en plenitud. Un amar activo en el que el protagonismo se da a la otra persona.
Pero para que haya servicio, es decir para que el centro de nuestro amor sea efectivamente la otra persona son necesarias, al menos, dos condiciones, además del agradecimiento como impulso motor, del que hablamos en nuestra reflexión anterior. Esas dos condiciones son la escucha y el discernimiento.
La escucha nos permite conocer y captar la necesidad del otro en el momento concreto en que se encuentra. Y responder efectivamente a esa necesidad, sin someter a la otra persona a nuestros proyectos, a nuestros esquemas o planes previos o sin dejarnos llevar de nuestros prejuicios, sean positivos o negativos. Una escucha que requiere actitudes muy hondas, y a veces muy difíciles, como la paciencia y la humildad. Ni de una ni de otra vamos sobrados. Los déficits de escucha auténtica no se resuelven con burocracia del tipo que sea: burocracia de papeles, de reuniones o de estructuras.
También, después de la escucha, es necesario el discernimiento para que, una vez captada la necesidad de la otra persona, nos preguntemos qué es lo que verdaderamente necesita o le puede ayudar y también qué es lo que nosotros debemos y podemos hacer. Porque muchas veces habrá que priorizar entre las necesidades de la otra persona, o ser críticos con lo que ella nos pide y porque muchas veces lo que está en nuestra mano no es ni todo lo que se necesita ni lo que nos gustaría hacer.
Volvemos de nuevo a caer en la cuenta de que la capacidad de amar y, en este caso, la capacidad de un servicio auténticamente evangélico es un don que nos es dado y que hemos de pedir al Señor que vino “a dar vida y vida en abundancia” (Juan 10,10).
Darío Mollá Llácer sj