Del miedo y la cerrazón a la alegría

Segundo domingo de Pascua (Jn 20,19-31)

Los discípulos de Jesús lo abandonaron y negaron, no se sintieron con fuerzas para permanecer hasta el final. Se derrumbaron: “todos lo abandonaron y huyeron”. Pedro prometió no abandonarlo y al final: “yo a ese no lo conozco”. Jesús vino como él último y se marchó como el último, se traga en Getsemaní y en la Cruz la radical soledad y abandono.

Jesús “retorna” sobre los amigos que lo abandonaron y negaron (ellas, las seguidoras, sí que permanecieron hasta donde las dejaron permanecer) sin reproches ni afeamientos de conducta, sin echarles en cara su debilidad, sin cebarse en su vulnerabilidad e incoherencia. Retorna pronunciando sobre ellos una palabra de paz, de reconstrucción personal -“la Paz con vosotros”-, se “llenaron de alegría”, se sintieron perdonados, fortalecidos, queridos, acogidos, bendecidos.

“Paz con vosotros” (“Shalom aleijem”) es paz, reconciliación, bendición, bienestar, no es una mera ausencia de conflictos, es una paz que el mundo no puede dar. Nuestras paces son siempre equilibrios muy precarios de fuerza: no digas que no digo, no te metas que no me meto, no agredas que no agredo. La Paz del Resucitado es el retorno del negado y abandonado, sin rencores, sin revanchas, al contrario, es un retorno fundante de Comunidad, de eclesialidad.

El perdón es patrimonio de las víctimas, no lo olvidemos, sólo ellas pueden perdonar y reconciliar. Cuando humillo o desprecio a una criatura sólo en manos de ella está ofrecerme el perdón, el volverme a tender la mano, la posibilidad de que no me autodestruya y recupere mi humanidad, de que no me instale en el odio, la violencia o la culpa. Jesús “el que Vive” (segunda lectura de este domingo de Pascua) es la víctima Inocente, sin justicia se lo llevaron, retorna no derrumbando sino reconstruyendo, no hunde sino que levanta, no afea sino que dignifica, no victimiza sino que perdona y pacífica. Los discípulos experimentan la alegría de sentirse profundamente criaturas bendecidas, invitadas a vivir en filiación y fraternidad.

Tomás no se fía, no se alegra de la alegría de los compañeros, sigue instalado en la frustración y en la derrota. Retorna otra vez “el que vive” pronunciando la palabra de Paz sobre ellos y no le dice a Tomás: “mira mi aura de gloria” sino «trae tu dedo y mano palpa mis heridas” El que vive es el Cristo lastimado, llagado, herido… Es entonces cuando Tomas abre su corazón. Cuando metemos nuestra vida en las heridas de los cristos lastimados, no para hurgar sino para acompañar, nuestro corazón se desbloquea, se humaniza, se compadece.

Los discípulos que han experimentado el “Shalom” pasan ahora por las calles sanando y aliviando sufrimiento. El Viviente genera vida en ellos y en su entorno, “por lo menos que cayera su sombra sobre enfermos y enajenados” (primera lectura). Realmente como rezamos hoy en el Salmo responsorial: “El señor es bueno y es eterna su misericordia».

Toni Catalá SJ