Pablo saluda al inicio de su carta a los cristianos de Corinto y lo hace deseando que la paz y la gracia de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesús esté con ellos. Y en su saludo, les dice que han sido enriquecidos en todo: en el hablar y en el saber. Les recuerda que no carecen de ningún don.
La conciencia de la comunidad cristiana a la que se dirige Pablo es la de estar viviendo el tiempo nuevo y definitivo, el tiempo de las promesas realizadas, la plenitud de los tiempos. Las profecías y las visiones de antaño se habían realizado. Las palabras y oráculos pronunciados desde antiguo habían sido corroboradas en la resurrección del Señor.
La liberación de toda esclavitud y sometimiento se había realizado. Todo había sido sometido por Jesús. Todo. Hasta la muerte. Eran hombres y mujeres libres. Eran pueblo nuevo. Humanidad recreada. Pero la comunidad de Corinto a la que escribe Pablo está envuelta en conflictos entre ellos y escándalos debido a comportamientos de algunos de sus miembros. Hay división dentro de la comunidad. Se han formado grupos que se enfrentan entre ellos. Tras cada uno de estos grupos hay ideologías distintas en confrontación abierta.
En La alegría del Evangelio, Francisco afirmaba que «en algunas comunidades cristianas, y aun entre personas consagradas, consentimos diversas formas de odio, divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa, y hasta persecuciones que parecen una implacable caza de brujas» (EG 100).
Y nos ha recordado reiteradamente que en la raíz de todo ello está la mundanidad espiritual: «Dentro del Pueblo de Dios y en las distintas comunidades, ¡cuántas guerras! En el barrio, en el puesto de trabajo, ¡cuántas guerras por envidias y celos, también entre cristianos! La mundanidad espiritual lleva a algunos cristianos a estar en guerra con otros cristianos que se interponen en su búsqueda de poder, prestigio, placer o seguridad económica» (EG 98)
Enfrascada en todo esto la comunidad cristiana yerra el rumbo, queda desnortada ya que «no sale realmente a buscar a los perdidos ni a las inmensas multitudes sedientas de Cristo» (EG 95) Es la autorreferencialidad de la que tantas veces nos ha hablado, «una tremenda corrupción con apariencia de bien» (EG 97).
¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o pastorales!