Con la puerta en las narices

El relato evangélico de este próximo domingo nos recuerda que un día Jesús les dijo que un padre tenía dos hijos y que a los dos les dio la parte de la herencia. Les dijo que uno de los hijos se fue y que el otro se quedó. Y quienes le escuchaban debieron de pensar que uno era el malo y el otro, el bueno. Su sospecha se vio confirmada cuando les dijo que el hijo pequeño acabó en un país lejano, buscándose la vida, viviendo de precario, cuidando cerdos y alimentándose de lo que sobraba cuando ya habían comido los animales. Fue entonces cuando les quedó meridianamente claro que no se podía caer más bajo y que tenía su merecido. Menuda diferencia con el hermano mayor, ese sí que era un hijo “como Dios manda”. Lo que le pueda pasar al pequeño a partir de entonces es problema suyo. Él se lo ha buscado. Historia zanjada, ya no hay más que hablar… ¿o sí?

Quienes escucharon a Jesús contar a qué se dedicaba mientras tanto el padre, no podían dar crédito. En vez de haber zanjado el asunto de su hijo no se desentendió de él aún después de haberlo avergonzado con su comportamiento. No alcanzaban a entenderlo. Les resultaba inconcebible que saliera todos los días a ver si volvía a casa y que no diera por terminado lo que tuviera que ver con ese hijo tan despreciable.

Y aquí entra la novedad que introduce Jesús quien no da con las puertas en las narices. Y es que donde los de siempre, los de la Ley y el Templo, ponen el punto final, Jesús sigue recuperando, rehaciendo, rehabilitando, devolviendo a la vida.

Como el padre de la parábola, el Dios de Jesús no da con la puerta en las narices, suceda lo que suceda; no deja a nadie tirado sino que se para, cura los golpes recibidos, sana las heridas producidas, alivia del sufrimiento provocado y restablece del daño infringido. Y esto resultará inconcebible para los que siguen creyendo que Dios da a cada uno lo que se merece.

Es la lógica del hermano mayor, incapacitado para la alegría y la fiesta, recomido por el rencor, entregado al juicio y al desprecio inmisericorde al sentirse decepcionado y defraudado por que su padre no ha salido en defensa de lo que creía que eran sus derechos. ¿Para qué tanto esfuerzo si al final resulta que no se me da lo que me merezco? ¿Por qué debería alegrarme de que los que se equivocan encuentren comprensión y acogida? La imagen de un Dios garante de derechos adquiridos ha quedado hecha añicos y quienes escucharon aquella historia se sintieron escandalizados porque Jesús denunciaba una experiencia religiosa que sólo alimenta desprecio y dureza de corazón.