Domingo quince del tiempo ordinario (Mt 13,1-23)
Seguimos acompañando a Jesús en su misión y vamos entendiendo cada vez más su oración: “Gracias Padre porque la gente sencilla me entiende, los sabios y entendidos no…” (domingo pasado). Después de esa oración que nos conmovía, Jesús experimenta el rechazo frontal y brutal de los “sabios y entendidos”. Jesús se encuentra con un hombre con el brazo atrofiado, el brazo desplegado es expresión de fuerza y vitalidad (“Dios conducía a su pueblo con brazo extendido y mano fuerte…”; “desplego el poder de su brazo…” ¿nos suena?), el brazo atrofiado es expresión de bloqueo y falta de vida, y a este hombre le devuelve su fortaleza y dignidad (Mt 11,9-14) en sábado y en la sinagoga, en el centro del sistema religioso de Israel, para que quede claro lo que el Dios Fuente de la Vida quiere. A partir de ese momento “planearon el modo de acabar con él” (Mt 12,14). ¡La compasión no interesa!
Jesús desata la lengua de los mudos, les devuelve la posibilidad de tomar la palabra, abre la vista a los ciegos para que no se queden en el bloqueo y al margen, y los sabios y entendidos le dicen que eso es obra de Belcebú, que eso que hace lo hace por el poder del “príncipe de los demonios”. Jesús les dirá que decir eso es mala fe… la dureza de corazón entonces y hoy parece que está ahí, está como espesada, como concentrada de un modo negro y viscoso, en corazones cargados de resentimiento y de odio que no van a dudar en cargar violentamente contra Jesús.
No nos preguntemos cómo es posible tanta dureza… Jesús nos dice que “el que es bueno saca cosas buenas del almacén de su bondad; el que es malo saca cosas malas del almacén de su maldad” (Mt 12,35). Da la impresión de que la bondad y la maldad no vienen dadas por algo exterior al corazón, no vienen dadas por la adhesión a una ideología, a una religión, a una iglesia… eso sería profundamente engañoso. La bondad y la maldad tienen que ver con la capacidad de acogida del corazón. La tierra buena, el pedregal y las zarzas… la vida misma.
Jesús es el sembrador que siembra la semilla del Reino de Dios, la semilla de la compasión, de la libertad, de la acción de gracias para reconocer tanto bien recibido, y la semilla cae sobre todos. El Dios del Reino es el Dios Creador que hace salir el sol y hace caer la lluvia sobre todos, nadie lo tiene en exclusiva, pero esta semilla nos muestra si somos zarza, si somos pedregal reseco, si somos poco consistentes o somos tierra buena. Y esa semilla fructifica en las disposiciones cotidianas que nos llevan por el camino de las bienaventuranzas o por caminos de muerte.
La tierra buena da fruto desde sus posibilidades. Jesús no nos pide perfecciones ni conductas maximalistas, (unos dan treinta, otros sesenta, otros cien…) el tema no es pasarse la vida de seguimiento mirándonos de reojo para ver quién es el que da más, eso es agotador y frustrante, el tema es pedir la gracia de dar lo que honesta y buenamente podamos. Dando cada uno lo suyo, tejemos un mundo un poco más según el Reinado de Dios.
Toni Catalá SJ