Domingo trece del tiempo ordinario (Mt 10,37-42)
Jesús envía a sus discípulos a “anunciar la buena noticia del reino y a curar todo achaque y enfermedad del pueblo” (Mt 4,23), es decir, a participar de su misión, y les da criterios para situarse en ella. Les avisa sobre las dificultades que se van a encontrar en esta nueva vida a la que les llama. Les ha dicho que no tengan miedo a los que les pueden convertir en “muertos vivientes”, domingo pasado, a los que les puede matar la pasión por el alivio de sufrimiento, por generar dinámicas de perdón y dignificación de las criaturas; que no tengan miedo a los que les van a desautorizar y acusar de desestabilizadores de esa “calma chicha” a la que tienden los que no quieren complicarse la vida de ningún modo. La comunidad a la que se dirige el evangelio de San Mateo está experimentando estas amenazas, tensiones y dificultades.
Jesús les pone en guardia que en la vida de seguimiento no se puede estar “entre ambas aguas”, no se puede estar en la ambigüedad, en el si, pero no. Sobre todo, experimentan que la vida de seguimiento les lleva a otro modo de resituar las prioridades vitales y a liberar los propios apegos y afectos en su vivir cotidiano. La “casa”, la familia, en tiempos de Jesús no es lo que hoy entendemos por casa y familia en nuestra cultura, en el judaísmo de este tiempo no se es libre para abandonar la casa y lanzarse a la “aventura”, recordemos lo traumático del “hijo pródigo”. El deber de querer y cuidar a los padres es sagrado, pero Jesús, aunque nos chirríe, no confunde este deber con la sumisión y la dependencia. Jesús invita a asumir la propia vida sin excusas falaces, apegos paralizantes, dependencias tóxicas o miedos a la propia autonomía responsable. “Que cada uno cargue con su cruz…”
No perdamos mucho tiempo en si esto es imposible, inhumano, o una exigencia cruel… Es todo un proceso vital que durará hasta que terminemos nuestros días. Claro que el cristiano quiere a rabiar a sus padres y sus hijos, ¡eso faltaba!, pero también sabe que hasta lo más sagrado se nos puede convertir en un ídolo que nos mata la libertad y nos instala en los miedos paralizantes a dejarnos conducir por el Espíritu del Resucitado que nos hace hombres y mujeres libres para abrirnos a la vida.
Jesús nos dice genialmente que el que “pierde la vida por él” la encuentra, y viceversa, digo que es genial porque es la vida misma. Cuando mi vida la convierto en centro y pido que todo gire a mi alrededor, que todo esté a mi servicio, todo mi entorno se va enrareciendo, se hace asfixiante, se hace tóxico, huele sólo a cerrado, a más de lo mismo, el yo se hincha devorando todo lo que tiene alrededor y nunca queda saciado. Cuando soltamos la vida, cuando nos atrevemos a “perder” seguridades, imagen…, cuando nos desvivimos, cuando dejamos de convertirnos en el “ombligo” del mundo y descubrimos la centralidad de los pequeños que nos rodean en casa, en el trabajo, en la sociedad, en la Iglesia… descubrimos que compartir un vaso de agua fresca que alivie a otro es fuente de una profunda alegría… El que no pone su centro en el Compasivo que le abre a la vida y al otro, nunca descubrirá, repito, lo que es la alegría de compartir un vaso de agua fresca en el secarral en el que convertimos la vida.
Toni Catalá SJ