Sentirse perdidos

Al finalizar en 2016 el Año de la Misericordia, se hizo publica la Carta Apostólica «Misericordia et misera» del Papa Francisco. En ella decía que «todos tenemos necesidad de consuelo, porque ninguno es inmune al sufrimiento, al dolor y a la incomprensión. Cuánto dolor puede causar una palabra rencorosa, fruto de la envidia, de los celos y de la rabia. Cuánto sufrimiento provoca la experiencia de la traición, de la violencia y del abandono; cuánta amargura ante la muerte de los seres queridos».

A nadie se nos escapa que hay numerosos sufrimientos que serían evitables, especialmente aquellos que nos procuramos unos a otros mediante conductas que, como refiere Francisco, nacen del rencor, la envidia, los celos, la traición, la violencia o el abandono. Pero independientemente de lo que origine nuestro sufrimiento, nadie somos inmunes ante él. Y cuando éste hace acto de presencia, el impacto que tiene es proporcionado no tanto a la intensidad de aquello que lo provoca sino al significado que le damos. Es un matiz que, en caso de percibirse y reconocerse, puede dar un giro al modo de afrontar estas situaciones.

Las personas tenemos la capacidad de dotar de significado aquello que nos acontece. Sin embargo, parece que «lo normal» es tomar prestados esos significados ahorrándonos así la tarea de elaborar los propios. Una tarea que nos conduciría a identificar fortalezas propias ante la adversidad, a modular el volumen de la experiencia negativa, a descubrir recursos propios que nos sacarían de las trincheras del “estoy perdido” o del “es un desastre”. Posibilidades todas ellas que nos permitirían afrontar el sufrimiento, el dolor y la incomprensión sin caer en el victimismo en el que, pasivamente, nos podemos refugiar.